Nunca había visto el cielo de Madrid tan azul. Durante los diez días que estuve enfermo no me paré a mirarlo ni uno; mi cuerpo estaba encerrado sobre sí mismo, sin más interés que freír un virus a base de fiebre. Pero ahora que ya estoy recuperado agradezco cada rayo de sol que cae sobre esta bendita terraza y me fascina que Madrid, la gran metrópoli, tenga este azul de meseta. Que es donde está. A veces se nos olvida lo que somos por debajo de todas las capas que nos ponemos encima.
Me acuerdo de otro cielo castellano que conozco muy bien, el de mi pueblo adoptivo en Soria. Hay mucho cielo en mi pueblo. El mejor sitio para apreciarlo es el camino que pasa junto al cementerio, donde los cultivos de trigo y el azul celeste se reparten a medias el paisaje. A los lados del camino, cuando llega el calor, salen florecitas silvestres, muy parecidas a las que llevamos en la portada. Son pequeñas, brillantes, de tallo duro y a menudo con pinchos. No están para tonterías, pero no dejan de ser bonitas como solo pueden serlo las flores silvestres. Hace unos días vi en fotos que había nevado en el pueblo, así que el camino todavía estará sin decoración. Las flores estarán esperando, agazapadas, a que llegue el calor para salir y llamar a los bichos. Lo que llevan haciendo cada primavera, sin saltarse ni una, desde hace millones de años.
A la terraza llega de fondo el sonido del telediario. El confinamiento se alarga varias semanas más. Es un fastidio, pero no importa. Nosotros estaremos
esperando, agazapados y preparados, a que llegue la primavera para florecer. Es lo que hacemos los animales. Es lo que hace la vida.
Guillermo.
En Madrid, a 6 de abril de 2020, día 23 de confinamiento.